Anatomía de la felicidad

El primer error que cometen los seres humanos que no se consideran felices es tener una concepción ambigua o distorsionada de la felicidad. Esto no es de extrañar, ya que a lo largo de la vida se nos enseña a multiplicar, a memorizar las capitales del mundo, a recitar los tiempos verbales en inglés y a identificar los elementos de la tabla periódica, pero en ningún momento se nos menciona la felicidad.


Debido a lo profundamente desconectados que estamos de nosotros mismos, con frecuencia no sabemos cuál es nuestro verdadero camino en la vida. Como esponjas emocionales, absorbemos la ignorancia de las generaciones que nos educan. Interiorizamos valores y metas que no son nuestras y asumimos creencias erróneas y limitantes acerca de la vida y de nosotros mismos. Nos entrenamos en las habilidades que entendemos necesarias para sobrevivir en este mundo (la memorización, el pensamiento lógico, la capacidad de obedecer…), pero no tenemos ni idea de cuáles son nuestros verdaderos talentos, valores y pasiones. Es así como cada vez nos desempeñamos peor en el escurridizo arte de vivir una vida plena.

Así, asumimos que la vida es un conjunto de obligaciones y de cosas que hemos de hacer porque sí, distanciándonos cada vez más de la posibilidad de una existencia con sentido. De ahí que nuestros días discurran de manera automática e inconsciente, como si fueran una página más del frustrante guión que tantas veces pensamos en modificar. Por supuesto, el resultado lógico de esta generalizada pero peligrosa filosofía de vida es la infelicidad.

 

“Lo mucho se vuelve poco con desear otro poco más.”

FRANCISCO DE QUEVEDO.

 

La felicidad, para nuestra sorpresa, no es lo mismo que la alegría, la euforia, el placer o la comodidad. La felicidad no es lo que sentimos cuando nos hacen reír, nos halagan o nos compramos un coche nuevo. Eso son cosas que no dependen únicamente de nosotros mismos, y lo cierto es que nuestra felicidad no depende de nadie más que de nosotros mismos. En esos ejemplos podríamos estar hablando de alegría, del placer ocasionado por la fortuita acción de otros seres humanos o de una satisfacción externa de nuestras necesidades. Pero no de felicidad.

Realmente, no necesitamos estar alegres para ser felices. Mientras que la alegría es algo que se está (estamos o no estamos alegres), la felicidad es algo que se es (somos o no somos felices). La alegría es algo que viene y va. Sin embargo, la felicidad es un estado del ser, algo que no tenemos por qué perder. La alegría viene de fuera hacia dentro. La felicidad sale de dentro hacia fuera. La alegría depende de lo que el mundo haga con nosotros. La felicidad depende de lo que nosotros hagamos con el mundo.

Muchos sabios a lo largo de la historia han definido la felicidad como «el estado de regocijo interior que experimentamos al ser fieles a nuestra verdadera esencia». ¿Qué quiere decir esto? Que la felicidad tiene que ver con la satisfacción que experimentamos al ser congruentes con lo que verdaderamente somos, viviendo desde nuestros auténticos valores, talentos y pasiones. Cuando un ser humano vive de manera incoherente con su esencia, con lo que verdaderamente es, solo puede generar conflicto y perturbación en su interior. Por el contrario, cuando vive en armonía con su esencia, experimenta ese estado de satisfacción y congruencia interna al que llamamos felicidad. Y aunque ésta pueda ser menos intensa que la alegría, es mucho más profunda.

Así, la felicidad tiene que ver con sentirnos bien con nosotros mismos, con lo que somos y con lo que hacemos. Ser felices es sentirnos satisfechos con nuestro proyecto de vida, es decir, con la manera en la que estamos viviendo y con la dirección que damos a nuestra existencia. De ahí que nuestra felicidad dependa únicamente de nosotros, de nuestras decisiones y elecciones vitales. Por eso nada ni nadie tiene el poder de arrebatarle a una persona su verdadera felicidad.

 

“No pienses en lo que el mundo debería darte, piensa en lo que tú puedes aportar al mundo.”

DICHO POPULAR

 

Hay tantos caminos para ser feliz como personas en el mundo, pero sólo hay un camino para ti, y es el camino que responde de manera satisfactoria a preguntas como: ¿para qué quiero levantarme cada mañana?, ¿para qué vivo?, ¿para qué me ha hecho a mí la vida?, ¿qué cosas son importantes para mí?, ¿quién soy independientemente de lo que suceda de mi piel para fuera?

Ciertamente, los motivos por los cuales merece la pena seguir vivos no tienen nada que ver con los premios externos, el reconocimiento social o la aprobación de los demás. Lo que da verdadero sentido a nuestra existencia es vivir conectados con un propósito, con un ‘para qué’. En este sentido, siempre hay algo que solo nosotros podemos dar a este mundo, o por lo menos que solo nosotros podemos dar a nuestra manera. Y cuando lo que damos está en consonancia con lo que somos, dar es un regalo, y por lo tanto “dar” es a la vez “recibir”. Por eso las personas que dotan de sentido su existencia mediante un proyecto de vida satisfactorio tienen un sentimiento tan profundo de agradecimiento con la vida.

Ahora bien, una cosa es la felicidad y otra es la paz interior. Una facilita y posibilita la otra, pero no son lo mismo. La felicidad consiste en el regocijo interior o la satisfacción que nace en nosotros cuando somos fieles a nuestra verdadera esencia. La paz interior, por su lado, es un estado de profunda serenidad, es el “silencio interior” que experimentamos ante la ausencia de conflictos internos.

 

“La felicidad es la simple armonía entre los seres humanos y las vidas que llevan.”

ALBERT CAMUS

 

Los seres humanos vamos por la vida intentando que el mundo externo (todo aquello que hay de nuestra piel para afuera) genere un estado de bienestar interior en nosotros. Nos limitamos a ser una consecuencia de las cosas que nos sucedan, evitando a toda costa asumir la responsabilidad de nuestro propio bienestar emocional. Es así como terminamos confundiendo nuestra felicidad interior con las cosas que suceden a nuestro alrededor, y nos aferramos a ellas, desarrollando una profunda relación de apego y dependencia con el mundo externo.

Esta actitud de mendicidad emocional, por su parte, nos convierte en seres cada vez más vulnerables, pues solo encontramos paz adentro cuando hay paz afuera. Si lo de fuera está bien, nosotros estamos bien. Si lo de fuera está mal, nosotros estamos mal. Así se perpetúa nuestra lucha y constante conflicto por conseguir que el mundo externo nos proporcione -mediante objetos, personas, situaciones o sustancias- el bienestar que no conseguimos proporcionarnos a nosotros mismos. Es por ello que hoy en día lo normal es estar enganchado a alguna droga, a alguna persona, al trabajo o a la televisión.

Lo cierto es que, aunque todos hemos sido condicionados para seguir una vida que no es la nuestra, por debajo de todas las capas de condicionamiento con las que hemos ido alejándonos de nosotros mismos se encuentra nuestro “verdadero Yo”, es decir, “lo que realmente somos” independientemente de “lo que hemos aprendido a ser”. Y como decíamos, el resultado de vivir de manera coherente con nuestro verdadero Yo -conformado por nuestra autenticidad como seres humanos, así como por nuestros talentos, valores y pasiones- es lo que llamamos felicidad.

 

Así, la felicidad solo es posible en la medida en la que nos conozcamos a nosotros mismos. La felicidad es el resultado de habernos asomado a los abismos de nuestro interior y haber descubierto que no eran abismos, sino paraísos a la espera de ser descubiertos, cuidados y disfrutados.

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