Deshacernos de la envidia

Las personas a las que envidiamos no son más que espejos que reflejan aspectos de nosotros mismos que nos gustaría tener o potenciar. Es por eso que son enemigos, sino maestros. Así, una de las claves a la hora de deshacernos de la “envidia” es sustituirla por la “admiración”. El único obstáculo que encontraremos para hacer dicha transformación es nuestro ego, el cual se alimenta de la falsa necesidad de no quedar “por debajo”, ya sea en lo laboral, en lo social, en lo económico o en lo amoroso.


Objetivamente, ningún ser humano vale más que otro. El “valor” que damos a las cosas o a las personas es completamente subjetivo, es decir, depende enteramente de la persona que “valora”. De hecho, en el budismo suele hacerse una pregunta muy interesante: ¿qué es más valioso, un diamante o un hueso? Todos diríamos sin dudar que lo más valioso es el diamante. Sin embargo, ¿qué ocurriría si le diéramos a elegir entre dichos objetos a un perro? Sin duda se quedaría con el hueso.

Esto quiere decir que el diamante, de por sí, no es más valioso que el hueso. Somos los seres humanos quienes le otorgamos más valor. Y lo mismo ocurre cuando consideramos que otros seres humanos son más valiosos que nosotros: no es que lo sean, es que nosotros los consideramos así. A eso se refería Schopenhauer cuando dijo que “nadie es realmente digo de envida”. Todo juicio de valor es subjetivo, depende de las creencias, gustos y aspiraciones de quien lo emite. Por eso habla más de quien lo emite que de quien lo recibe.

 

“Sólo te comparas con seres humanos porque has sido condicionado para compararte con otros seres humanos; no te comparas con pavos reales o loros.”

OSHO

 

Dado que hemos crecido en una sociedad que premia a quienes sacan mejores notas, visten mejor, son más atractivos o acumulan más riqueza, todos hemos interiorizado la peligrosa creencia de que para ser felices hemos de ganar “la partida de la vida”, o por lo menos no quedar muy rezagados. En paralelo, esta creencia ha ido fortificando nuestro miedo a no ser suficientemente buenos. De ahí la comparación y la competición desde las que solemos relacionarnos con los demás.

Lo cierto es que, al haber aprendido a compararnos con los demás para decidir cuánto valemos, comenzamos a ver sus éxitos como una amenaza -por lo que llegamos a sentir verdadero odio-. Al fin y al cabo, ¿qué hay detrás de la envidia? Un ser vulnerable que se compara con otro y sale perdiendo. Esto deja de manifiesto no solo el nocivo mecanismo de comparación al que solemos recurrir, sino también el mal concepto que tenemos de nosotros. Prueba de ello es que, en la medida en la que sacamos a los demás de nuestro punto de mira y nos centramos en cultivar una mejor relación con nosotros mismos -basada en el amor, la compasión y el deseo de crecimiento-, la envidia desaparece por completo.

Dicho esto, de nada sirve juzgar y condenar nuestra envidia -de hecho, eso solo alimenta nuestro sufrimiento-. Más bien, liberarnos de ella requiere reconocerla y comprenderla para poder contemplarla con distancia y sabiduría. Así, lejos de rechazarla, negarla o reprimirla, el viaje que hemos de recorrer para desprendernos de nuestra envidia pasa por aceptarla y “abrazarla”, comprendiendo que es tan solo un mecanismo de defensa orquestado por esa parte de nosotros mismos convencida de que el bien ajeno puede perjudicarnos de alguna forma. Cuando tomamos consciencia de ello, nos es mucho más fácil mirarla con perspectiva y no dejarnos llevar por los tóxicos pensamientos que la acompañan, retomando con ello el control sobre nosotros mismos.

 

“La envidia es la úlcera del alma.”

SÓCRATES

 

También conviene comprender que el otro no “nos perturba”, sino que nosotros nos perturbamos a nosotros mismos al compararnos y convencernos de que somos menos valiosos que él, dando más importancia a lo que el otro tiene o hace que a nuestra propia paz interior. Es por eso que, canto más nos amamos y valoramos a nosotros mismos, menos necesitamos compararnos con los demás, y menos atención prestamos a lo que puedan tener o hacer.

¿Somos acaso menos valiosos que los árboles por no tener hojas, o menos valiosos que un río por no estar hechos completamente de agua? Igual de ilógico sería concluir que somos menos valiosos que otro ser humano por no tener lo que él tiene. Es más, nuestro valor como personas no depende ni siquiera de nuestro trabajo, de nuestras posesiones o de nuestros logros, sino más bien del sobrecogedor potencial que albergamos en nuestro interior.

Así, para no dejarnos llevar por nuestra envidia, basta con que seamos conscientes de ella cuando surge, entendiendo que es un mecanismo de protección movido por el ego que hemos alimentado y fortalecido durante años, y recordarnos a nosotros mismos que nuestra verdadera felicidad no depende en absoluto de lo que tengan o hagan los demás. Es entonces cuando estamos listos para dejar a los demás en paz con su proceso y nos centrarnos en avanzar en el nuestro. ¿Y no es eso justamente lo que necesitamos?

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