El arte de saber perdonar

Solo hace daño quien se siente dañado. No puede emanar conflicto del interior de quien no lo alberga. Quien está bien no hace el mal. Sin embargo, quien está mal, sufre y se embarca en un duelo contra el mundo, bajo la esperanza de sentirse mejor en caso de salir ganando. Es por eso que los actos destinados a dañar a otros seres vivos no son más que un grito de socorro, un anhelo de serenidad, un hacer a los demás lo que yo siento dentro. 


Cuando nos perturbamos por los actos de los demás, quienes salimos perdiendo somos nosotros. Y al entrar en el juego del odio y el rencor, solo perpetuamos una dinámica repleta de conflicto y sufrimiento. Una alternativa mucho más saludable parece ser la de cultivar el “perdón”, lo cual consiste básicamente en dejar de perturbarnos por los actos, los pensamientos o la mera existencia del otro, sigamos a su lado o no. 

Perdonar a otro ser humano no nos lleva necesariamente a reestablecer nuestra relación él -esto es tan solo una posibilidad-. Perdonar no consiste en hacer “como si no hubiera pasado nada”, sino en dejar de sufrir por lo ocurrido. Perdonar no va de olvidar, sino de crecer. Es un acto interior de sanación. No es cobardía, sino sabiduría. No es una muestra de debilidad, sino un acto de amor  propio.

 

No perdones para hacer que el otro se sienta bien.

Perdona para liberarte de lo que hizo.

 

Sin embargo, debido a la distorsión y toxicidad con las que nuestro ego nos hace interpretar la realidad, solemos concebir el perdón como algo malo. Creemos que el perdón consiste en no saber imponerse, en ser sumisos y ceder a regañadientes frente a una injusticia. Nada más lejos de la realidad. El perdón es una poderosa herramienta de liberación emocional. Nos lleva a dejar de sufrir por los errores de los demás, liberándonos de la carga emocional que suponen el resentimiento y la ira.

Cuanto más entrenamos el “músculo del perdón”, más nos ocupamos de nuestra propia paz interior. Y dado que nuestro bienestar deja entonces de depender de los actos de los demás, dejamos de necesitar que se comporten de cierta manera para sentirnos bien. Es así como dejamos de ser la amarga consecuencia de los errores del otro y empezamos a ser la verdadera causa de nuestra serenidad.

En este sentido, vivir una vida plena requiere ocuparnos por nosotros mismos de los resultados emocionales que deseamos cosechar en nuestro interior. Y este proceso de “auto-abastecimiento emocional” pasa en primera instancia por asumir la responsabilidad de nuestras emociones. Para ello, hemos de aceptar que el otro no está generando la ira, el odio y el rencor que estamos sintiendo por él. La causa de nuestra perturbación no es lo que hace el otro, sino cómo nosotros nos relacionamos con lo que hace. Al relacionarnos con los demás desde el odio, el juicio y la condena, estamos permitiendo que sus actos controlen nuestro mundo interno.

Dado que “nosotros somos la fábrica de nuestras emociones”, tenemos la posibilidad de cultivar en nuestro interior emociones más saludables, como el amor, la tolerancia y la compasión. Por mucho que a nuestro ego le cueste aceptarlo, no hay nada más liberador que la serenidad que encontramos al dejar de perpetuar las batallas mentales que mantenemos con los demás.

 

Quien condena, se condena.

Quien perdona, se libera.

 

Lo cierto es que odiar significa permitir que los actos del otro decidan cómo nos sentimos nosotros. Odiar es desagradable, molesto y doloroso. ¿Por qué permitimos que las torpezas de otro ser humano tengan ese poder sobre nosotros? Nuestro verdadero enemigo no es quien nos ofende, sino nuestro ego, que es quien se ofende. Es nuestro ego quien se perturba por los actos de los demás, juzgándolos y condenándolos, inyectando con ello una dosis de resentimiento y perturbación en lo más profundo de nosotros mismos. Es por eso que, cuando perdonamos, más que liberar a la otra persona, nos liberamos a nosotros mismos de seguir sufriendo por sus actos. Al fin y al cabo, ¿qué es odiar a otro ser humano sino castigarnos a nosotros mismos por sus torpezas?

En este sentido, dejar de condenar a los demás requiere comprender que todo el mundo lo hace lo mejor que sabe en función del grado de comprensión y consciencia que a alcanzado en ese momento. Los seres humanos que se relacionan con los demás de manera conflictiva son los primeros heridos en la batalla que ellos mismos mantienen, pues no hacen más que perpetuar sus conflictos internos. Además, quienes irradian odio tienen más probabilidades de recibir odio que quienes irradian amor, y viceversa. Es más, dar amor es una señal inequívoca de que hemos cosechado amor en nuestro interior -lo cual es liberador y placentero-, así como dar odio es signo de que hemos engendrado odio -lo cual es doloroso y limitante-.

Por todo ello, muchos sabios a lo largo de la historia han afirmado que “lo que haces a los demás te lo haces antes a ti mismo”. Un acto destinado al conflicto exterior solo puede proceder del conflicto interior. Al igual que no podemos obtener zumo de limón del interior de una naranja, no puede emanar conflicto del interior de quien no lo alberga. Quien se comporta de manera egoica, conflictiva o agresiva no hace más que dejar de manifiesto su mala gestión emocional. De esta manera, más que maldad, lo que hay en el mundo es ignorancia, incomprensión e inconsciencia a raudales.

El discípulo le dijo al maestro:

– Enséñame a perdonar.

Y este le respondió:

– Si no hubieras condenado, no tendrías necesidad de perdonar.

A todos nos gusta que los demás nos quieran, nos valoren y nos traten como desearíamos. Sin embargo, con frecuencia olvidamos que no están obligados a ello. Jamás han firmado un contrato. Nadie está obligado a actuar de acuerdo con nuestras preferencias. Cuando nos aferramos al egoico y perturbador pensamiento de que “deberían tratarnos de esta determinada manera”, en lugar de apreciar lo que nos dan, los condenamos por lo que no nos dan. Es así como comenzamos a percibir nuestras relaciones desde el prisma de la carencia, la exigencia y la dependencia, acumulando cada vez mayores dosis de resentimiento y crispación en nuestro interior.

Nuestro ego se resiste mucho a asumirlo, pero es muy liberador aceptar que ningún ser humano ha nacido para cumplir nuestras expectativas o llenar nuestras carencias. No asumir la responsabilidad de nuestro bienestar es convertirnos en una barca a la deriva, a merced de cómo decidan tratarnos los demás. Realmente, nadie puede hacernos sufrir sin nuestro consentimiento, pues como hemos dicho no son los demás quienes “nos perturban”, sino que somos nosotros quienes nos perturbamos por nuestra manera de relacionarnos con ellos -por ejemplo, al relacionarnos con ellos desde el odio, el juicio y la condena-.

De esta manera, frente a cualquier acto por parte de otra persona, podemos tomar dos caminos diferentes. El primero pasa por alimentar el “rencor”, engrosando día a día a nuestro resentimiento emocional. El segundo pasa por cultivar el “perdón”, lo cual nos ayuda a sembrar en nuestro interior la paz que tanto anhelamos. En nuestra mano está la elección.

Compartir esta entrada