El dolor no es el enemigo

A veces confundimos sanar el dolor con luchar contra él. Lo vemos como un virus, un enemigo al que aniquilar. Entonces establecemos con él una relación de conflicto y rechazo que sólo trae a nuestra vida más conflicto, más rechazo y, cómo no, más dolor. Y sin darnos cuenta entramos en una espiral de represión, lucha y auto-destrucción.


El gran aprendizaje pendiente es que el dolor no está en nuestra contra. No es nuestro enemigo. Es sólo una parte asustada, alborotada o resentida en nuestro interior. Una parte de nosotros que sólo quiere ser amada, incluida y, tal vez, comprendida.

Luchar contra algo que siento es ser violento conmigo.

Ser violentos con nosotros nos lleva a la incongruencia. Es ahí donde nos preguntamos: ‘¿Qué hay de malo en mí?’, ‘¿Por qué no puedo sanar esto?’. O ‘¿Por qué la realidad no se da cuenta de que está mal y debería ser como yo quiero?’. Entonces el pensamiento compulsivo empieza a tomar el control. Nuestras alarmas se disparan, y la lucha continúa. Convertimos el momento presente en nuestro enemigo. Sólo queremos ser algo diferente, estar en otro lugar. O lo que es lo mismo: echar más fuego en la hoguera del rechazo. Sí, el humo que sale de esa hoguera es puro dolor. El rechazo siempre llama al dolor, y el dolor siempre acude a su llamada.

Por supuesto, no podemos apagar la hoguera del rechazo con más rechazo. Eso sólo la intensifica. Esta hoguera se apaga sola, poco a poco… cuando respiras, la aceptas y dejas de alimentarla. Aceptación, amabilidad, receptividad. ¿Qué sucede cuando me relaciono conmigo (y con lo que siento) desde ahí? ¿Cómo es el ahora cuando lo acepto, cuando hago las paces con él, cuando no lo convierto en mi enemigo, incluso aunque haya dolor en él?

Desde ese lugar el dolor no es atacado. Es acogido. Ese dolor, del cual nos pasamos la vida huyendo, es precisamente el que hemos de incluir en nuestra experiencia presente, porque de hecho es parte de ella. Y no pasa nada. Tú no estás en el dolor. El dolor está en ti. Son cosas inmensamente diferentes. Darnos cuenta de ello supone una invitación a la receptividad. A la reconexión amable. Y por qué no decirlo, una invitación al amor. Cuando vuelves al amor, dejas de rechazar el dolor, porque el amor no rechaza, acepta.

Cuando eres amable con tu dolor, él es amable contigo.

Esto, por supuesto, no es un estado final al que llegamos. Es una invitación siempre presente. Momento a momento. Una invitación a expandirnos lo suficiente como para acoger tanto el dolor como el placer. Volver a la presencia, a la conexión con este instante (lo único que existe). Y quizás así, poco a poco, a nuestro estado natural de armonía y serenidad.

En ese estado de dulce apertura en el que recibimos el placer y también el dolor, nos volvemos inclusivos. Nos expandimos. Dejamos de vivir en el miedo, y empezamos a vivir en la coherencia. Eso es sanar. Un estado amable desde el que somos respetuosos y cariñosos con lo que sentimos momento a momento. Y desde el que observamos cómo eso reduce nuestra lucha y nos conecta con la paz, la presencia y la coherencia.

El dolor no quiere matarnos. Es importante que lo sepamos. De hecho, puede llegar a ser el mejor de nuestros maestros. El buen maestro es el que nos enseña a ser discípulos de todo. Incluso del dolor. El buen amor es el que nos enseña a amarlo todo. Incluso el dolor. Y lo que descubrimos cuando dejamos de rechazarlo es que volvemos a la presencia consciente y amable. Una presencia que acepta, que no lucha, que incluye incluso el dolor.

Cuando dejamos que la vida nos toque, nos transformamos. Cuando rechazamos el dolor para no ser tocados por la vida, no hay cambio, y todo sigue igual.

El miedo surge del rechazo. La coherencia empieza con la aceptación. ¿Puedo aceptar este instante, incluso cuando hay dolor en él? ¿Puedo ver que eso no me hace incorrecto, sino libre? ¿Puedo ver que eso no aumenta mi perturbación, sino que la pacifica? Es una de las grandes enseñanzas que nos regala el dolor cuando dejamos de condenarlo y empezamos a atenderlo.

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